Es curioso cómo, tanto la soledad como la muerte, pueden proyectar en nosotros sentimientos totalmente opuestos.
Así, podemos apreciar el lado amargo de la soledad, o disfrutar de
ella. Es decir, para el anciano que agoniza en una fría cama de hospital tras seis años en una residencia, la soledad no fue, seguramente, objeto de júbilo. Sin embargo, pasear sin más compañía que la de tu perro a las cuatro de la mañana de un martes de noviembre, cuando las calles se convierten en escenario desierto del transcurrir de la vida de cientos de personas día tras día es, si se sabe apreciar, un plato de placer supremo.
No nos cuesta entender estas diferentes formas de soledad, pero, ¿por qué no tenemos tanta facilidad para ahondar en los sentimientos que desata en nosotros la muerte?
Lo lógico sería que, de entre todos los seres vivos fuésemos los más capacitados para reaccionar con normalidad ante la muerte, pero tanto tiempo llevamos intentando creer que es un punto y aparte, que no sería descabellado pensar que el resto de seres vivos tienen más consciencia que nosotros de un hecho tan cotidiano como este. Posiblemente, haya sido tanto tiempo de influencias religiosas el que nos impide ver con claridad que la muerte llega, y ya está. Punto final.
Entre otras cosas, lo que hace que huyamos de la muerte es el miedo a lo desconocido. Es éste el que nos empuja a buscar tranquilidad en la fe basada en fantasiosas vivencias post-mortem. Esta capacidad del género humano para sentir miedo derivada de la superioridad basada en la razón, es la que, en definitiva, nos condena irónicamente, a ser los seres más ingenuos.
Al igual que ocurre con la soledad, la muerte puede ser deseable o no. La cuestión es, ¿tienen, en este caso, ambas sentido?
Aunque pueda en un principio parecer que lo lógico sería justamente lo contrario, si te detienes un momento a pensar, es más fácil encontrar motivos para desear la muerte, que para luchar contra ella. ¿Acaso nosotros, con nuestra avanzada inteligencia no tendríamos que ir más allá de los impulsos instintivos, y replantearnos, como seres racionales que somos, para qué sirve vivir?
Sinceramente, ¿qué es lo que nos aporta la vida para que nos angustie tanto la idea de abandonarla? Supongo que, lo único que puede evitar que nos dirijamos todos en manadas hacia un suicidio colectivo, después de hacer esta reflexión, es la esperanza, siempre esa puta.
Sí. Ésta es la únicas disculpa mínimamente inteligible que encuentro para excusar una vida a la que algunos llaman sufrimiento. Como diría cualquier budista que se precie, Toda existencia es penosa.
La puta esperanza, repito. Bueno, este tema se podría zanjar con unas dotes adivinatorias, y una balanza a mano. El saber empíricamente, el poseer información sobre la rentabilidad de nuestras vidas, sería de gran ayuda. El ¿para qué vivir? se torna en un ¿merece la pena?
Aquí entra en juego de nuevo el miedo a lo desconocido, aunque esta vez, miedo, pero no a la incertidumbre causada por la muerte en sí, ni por la inexistencia que la sigue, sino miedo porque lo que nos quede por vivir, no nos compense finalmente, al mismo tiempo que mantenemos la esperanza de que sea al contrario.
En definitiva estos dos sentimientos, miedo y esperanza, lucharán a lo largo de nuestras vidas, retándose a conseguir, que deseemos o no, nuestra muerte.